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Hace meses que pienso que tengo un TOC. Es lo malo de poder consultar de todo en internet, adivino cosas de mí misma que nunca había planteado. Un Trastorno Obsesivo Compulsivo, como lo llaman los psiquiatras. Aunque ninguno de ellos ha sabido diagnosticar ni eso, ni nada de nada.
A la primera crisis de pánico ya me trataron con ansiolíticos que nada arregló, al contrario. Una de las veces que fui a urgencias padeciendo esas crisis la doctora que visitaba y que seguramente había visto pocos pacientes así, preguntó si había tomado drogas. La miré sin entender nada. ¿Drogas? Creía que me moría y ella lo achacaba a alguna raya de coca o alguna pastilla de diseño. No fue capaz de precisar nada, ni siquiera me hizo caso. Volví a casa igual que había llegado con la prescripción de acudir al médico de cabecera y, visto lo visto, yo misma le pedí a aquel buen hombre que me enviara al psiquiatra. En las no demasiadas horas de especialista en trastornos psíquicos fue cambiando la medicación hasta que uno de ellos hizo la pregunta del millón.
— ¿Tienes ganas de morir?
— No— contesté pensando en lo estúpido de la pregunta y no en lo que tenía de transcendente. Fue entonces cuando advertí que no sabía a qué había ido allí.
— Entonces ¿qué te ocurre?
— No lo sé—. “No soy médico”, cavilé recelosa.
Le expliqué que siempre había tenido ganas de vivir, descubrir, reír, cantar, bailar… de hacer millones de cosas, pero en la actualidad resultaba imposible. Temblaba cuando algo me alteraba. No podía concentrarme. Todo empezaba por las piernas y subía por el cuerpo, eran millones de hormigas por dentro de la piel. Después sentía algo así como impulsos eléctricos en la cabeza, pitidos, ruidos, como si anduvieran por dentro. En esos momentos creía que iba a morir, pero ni siquiera lo había planteado como una realidad. Es diferente creer a tener la certeza. Creo con firmeza que morir no es doloroso, que morir cuesta muy poco. Lo que cuesta de verdad y produce dolor es estar vivo. Eso es cierto.
Aquel anodino hombre que se llamaba psiquiatra, o al menos eso ponía en la mesa de un despacho de un edificio de la seguridad social, prescribió otra medicación y me dijo que volviese en un mes. Y cómo la otra vez —quizás no recordaba quién era ni porqué estaba allí, bueno seguro que no lo recordaba— volvió a preguntar después de no saber qué hacer ni decir.
— ¿Tienes ganas de morir?
— No — volví a decir todavía más sorprendida.
Tengo la sensación de que cuando los psiquiatras escriben en sus libretitas o en sus ordenadores sin que nosotros veamos que ponen están pensando en sus vacaciones o en el menú del día o en sus familias que todos deben de tener una. Solo era una paciente más a la que dedicar una hora de reloj hasta acabar el trabajo. Y suerte que por entonces los móviles no estaban a la orden del día porque seguro que hubiera dedicado más tiempo a sus mensajes que a mí.
— Entonces, ¿qué te ocurre?
Otra vez lo mismo, así que decidí que quizás era yo quien tenía que cambiar mis respuestas para que él cambiara sus preguntas. A lo mejor funcionaba.
— Pues...
Quise explicarle que con la última medicación ya no temblaba ni tenía taquicardia, pero seguía sin poder dormir. Y las crisis de ansiedad venían cuando dormía, siempre mientras dormía. Despertar con una crisis de ansiedad perdiendo el mundo de vista, pensando en aquellos que más te importa dejar y en que les va a ocurrir si te mueres es lo más terrible que puede suceder en la vida. En la mía al menos. Porque en realidad no te estás muriendo tan solo lo crees. Y ya lo he dicho antes, lo complicado es vivir.
— A veces pienso que me estoy muriendo.
Todos nos vamos muriendo día a día. Tengo la sensación de que cualquier persona tiene un tiempo trazado para vivir. Bueno, quiero decir el mismo tiempo en días, horas, segundos… Lo que ocurre que hay quien lo vive lentamente. Observa. Está, pero no actúa. Cree que ya ha aprendido lo que tenía que aprender y no se molesta en ir más allá. En realidad, esas personas son muy felices. No se plantean, no cuestionan y aceptan todo lo que tenga que venir. Tienen una vida reposada y solucionada. Digamos que llegan a los 80 años y siguen con su parsimonia y su vida acomodada en un sillón sin moverse demasiado. Viven 80, 90 y hasta 100 años sin gastar una gota de vida.
Luego están los otros, los que saben que la vida se va rápido y sin avisar, que no pueden desperdiciar un solo segundo y aprovechan hasta el último rayo de sol. Deprisa, porque creen que su tiempo es limitado. Lo creen de verdad y puede ser que por eso se gaste más rápido. Esas personas no duermen, solo corren, sufren, lloran, ríen, bailan, cantan y sus 80 años de vida se paran a los 47 o a los 50. Los dos han vivido el mismo tiempo a diferente velocidad. Unos tienen que ver con la pasión los otros con el pragmatismo. O al revés, no estoy segura.
Es como si tuviésemos dos radios con pilas nuevas. Las dos funcionan bien; una está en marcha todo el día y toda la noche, la otra, solo la accionamos cinco o seis horas, ¿cuál de las dos se agotará antes? Nuestro tiempo va en función de lo que usemos nuestras pilas.
Cambié la respuesta, pero él no cambió nada. El título de psiquiatra de la seguridad social debe de ir ligado al de “me importa una mierda lo que te pase. Siguiente”.
Miró por encima de sus aburridas gafas y rellenó toda una serie de papeles. Estuvo un buen rato escribiendo en el ordenador mientras yo sentía que era estúpida. Sufría un infierno desde hacía años, desde aquel día que mi hija me llamaba llorando y yo no quise hacer nada por ayudarla. Y a aquel imbécil únicamente le importaba si quería vivir o no. Solo le interesaban los suicidas y yo no entraba dentro de sus perspectivas de trabajo. No tenía ninguna patología que le incumbiese. Quizás debería haberle dicho que cuando saliera de su consulta me quemaría a lo bonzo en la puerta. Tal vez así hubiese brillado algo morboso en su mirada.
O acaso explicarle que ya había estado muerta. Pero creo que tampoco me hubiese escuchado. Los muertos no interesan, solo los suicidas. No era ese el caso, estaba allí por las malditas crisis de pánico que me despertaban cada noche.
— Vaya a su médico de cabecera cada mes a buscar las recetas. Si empeora vuelva a pedir que le envíen aquí— concluyó.
Y así acabó mi paso por el loquero. Un informe en un papel sin diagnóstico, una medicación que había detenido los temblores pero que no evitaba la angustia que me consume. No quedé del todo contenta, algo se tendría que poder hacer. Intentar saber por dónde iba antes de condenarme a pasar la vida con una medicación que no sabía si me iba a ayudar en algo.
Cuando no conoces a los médicos crees que ellos tienen la obligación de arreglarlo todo. Y cuando los conoces, después de pasar de uno a otro, acabas con la certeza de que no todo se aprende en la facultad y que la mayoría son incapaces de empatizar con ninguno de sus pacientes. Un médico debería de sufrir todas las enfermedades posibles antes de ejercer para poder saber qué siente alguien que acude a él en busca de ayuda.
Y finalicé con sus visitas y decidí ir al ginecólogo. Las crisis de pánico más horrendas coincidían con los días anteriores a la menstruación. Para mí, que no sé de medicina, tenía algún significado que un profesional sanitario titulado debía saber. Y todavía confiaba en ellos.
Y aquella ginecóloga — porque, aunque parezca mentira, era una mujer — me dijo que visitase un psiquiatra. Ni siquiera entendió que ya había ido y no había servido de nada. Tenía una larga lista de gente esperando. Con lo denigrante que resulta ir a la consulta de un ginecólogo y que te haga sentarte en aquella horrible camilla y explore tus partes más íntimas sin ningún tipo de humanidad.
Aquel día aprendí lo que significaba ser médico en una sociedad de enfermos. Decidí por mi cuenta y riesgo dejar de ir a especialistas que no levantan los ojos de sus papeles rellenos de burocracia. Solo voy a buscar la receta sin diagnóstico. El médico de cabecera no hace preguntas, firma el papel y ya está. A menos no le interesa si tengo o no ganas de vivir.
A veces todo es más sencillo de lo que parece.
Pero volvamos a mi TOC. ¿Por qué sospecho que lo tengo? Voy a enumerar mis manías.
Uno. Tengo una monomanía especial, la de hacer miles de combinaciones con los números y las letras de las matrículas de los coches. Estúpido, sí, pero a mí me vale para recordar muchas cosas y para relajar la angustia que me produce viajar. Por ejemplo, una vez vi una matrícula con los números B—1569. Empecé a hacer mezclas sin sentido hasta que salió el día, el mes y el año de mi nacimiento. Prodigioso. Y así recuerdo cumpleaños de mi familia, de mis hijos, la fecha de mi boda, hasta el día que murió algún escritor, músico o pintor famoso. Iba a decir artista, pero hoy en día el concepto de artista está desvirtuado.
Dos. Ya lo he dicho, no soporto viajar. Días antes de emprender un viaje el estómago se me irrita, vomito, estoy irascible, grito, lloro y nadie me entiende. Simplemente intento hacer entender que tengo miedo a irme de mi casa y no volver nunca más.
Tres. No puedo soportar hablar por teléfono, me pone nerviosa escuchar que me hablan al oído y no ver los ojos ni el rostro de quien me está susurrando. Nunca llamo a nadie ni me gusta que me llamen, me aíslo de todos en una casa apartada donde solo los gritos pueden llegar a mis oídos y por supuesto para charlar con alguien primero tengo que verle la cara. Esto me crea muchas animadversiones porque nadie puede concebir su vida sin teléfono, yo solo la concibo aislada, en silencio, sin nadie.
Cuatro. Necesito siempre tener las manos limpias. No puedo sentir asperezas, ni manchas de nada. No como fruta que haya que pelar con las manos. Hay jabón cerca de cualquier grifo de la casa, jabón del que huele a limpio. Y es que cuando noto las manos sucias no puedo reaccionar. Tengo que lavarlas de seguida, una, dos, tres... veinte veces al día e incluso más. Y el olor de las manos es muy importante para no enloquecer.
Pienso entonces en los gatos que se pasan el día aseándose y en lo que decía mi abuela cuando les veía:
—Vamos a tener visita.
Los gatos deben de tener un TOC sin saberlo, mira tú por dónde. No pueden mirar internet ni les interesa demasiado. Ellos comen, duermen, se lavan cientos de veces al día, esperan la visita. No hacen nada más. Y sin embargo, nunca he visto un gato en el psiquiatra. Como mucho con una crisis de ansiedad por comer o por procrear, las dos únicas cosas que sirven para algo.
Las manos delimitan mi estado emocional, por eso debo limpiarlas continuamente. Tengo pastillas de jabón en los armarios, en los cajones de ropa, en la mesita de noche, en las librerías. Aquellas noches en que no puedo dormir necesito encontrar ese olor. Ningún otro, solo ese. Cuando lo encuentro los temblores se calman. Pero hay veces que los días de lluvia me traen un olor a humedad como a sótano y entonces vuelvo a estremecerme y las piernas se convierten en un ejército de hormigas que suben hasta el cerebro. Odio ese olor tanto como el metálico. Ese, ese olor que desprenden los fontaneros cuando vienen a casa a arreglar un grifo.
Cinco. Suplo la falta de sueño resiguiendo las líneas de todos los muebles de la habitación. Es verdaderamente obsesivo. Empiezo por la línea recta más larga y continúo por el borde de cualquier objeto con la mirada. Los libros, las cajoneras, los enchufes, las sillas… y todos ellos parecen tener un filo brillante que debo dibujar. Sobre todo, es sumamente escatológico seguir los detalles más pequeños, cuadros minimalistas y en los que los colores pierden la realidad. Yo siempre la encuentro.
Seis: Odio que alguien me tire agua a la cara o que me sumerjan bajo ella, aunque sea en broma. Soy capaz de dar un buen sopapo a quien lo haga.
Otra, muchas otras, cuento. Me imagino un metrónomo o un reloj de los que suenan tic—tac—tic—tac y cada vez que la flecha se dirige a la derecha digo un número, 1,2,3,4,5,6,7,8,9,10… 350, 351...
Aun así el sueño no llega y me mantengo alerta, observando las sombras que deja la lámpara. Mantengo una luz encendida de noche porque creo que hay alguien en la habitación. Oigo una respiración, veo una sombra. Otras veces, — si es que consigo dormir — me despierto y la lámpara está apagada, busco al instante el interruptor y por más que lo enciendo no hay luz. Y alguien en la habitación se ríe de mí. Es una risa fácil, simplona, con olor metálico y sótano.
Dicen que escribir sobre tu vida es una terapia, que puede sanar viejas heridas, que te devolverá la cordura y conseguirás perdonar a todos aquellos que te han herido de manera incluso involuntaria. Eso dicen…
A veces creo volverme loca. Otras veces lo estoy. Por suerte para mí, Ricard me ha dicho que los locos no saben que lo están.
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